El infinito en un junco (Irene Vallejo) – Algunas Reflexiones

Irene Vallejo nos lleva a lugares históricos, nos describe con gran acierto y creatividad, el origen del libro como instrumento del conocimiento. Con ella, hemos viajado por el mundo antiguo, nos hemos adentrado hasta los confines de la Grecia Antigua, el Egipto de Alejandría, o la Roma cargada de episodios que van marcando mitologías o verdades. Hemos visto con asombro, cómo de manera paulatina va surgiendo ese objeto, si se quiere de placer, que es el libro y los personajes que dieron vida a la palabra escrita.

Vale la pena detenernos en la Alejandría de Egipto, que nace a partir de un sueño literario vivido por Alejandro Magno, el sueño le habla de una isla llamada Faro, que en realidad sí existió, y éste como presagio funda la Isla en el año 331 a.C., para ese entonces tenía 24 años. Pasarían largos ocho años en los cuales y desde las batallas, los enfrentamientos, va tomando forma una idea que rondaba en su cabeza: construir una biblioteca universal, donde se pudiesen reunir todos los libros existentes, lo cual le significaba, otra forma de poseer el mundo.

Alejandría fue el centro de una civilización que traspasó fronteras. El libro va adquiriendo sentido, inventado, según la autora, hace cinco mil años. Cuando este todavía no era impreso, el libro se consideraba como algo único que se elaboraba como un objeto delicado. Por ejemplo, los egipcios descubrieron que, con juncos de papiro, podían fabricar hojas para la escritura. Durante siglos los hebreos, los griegos y los romanos, escribieron su literatura en rollos de papiro.

El libro era un objeto preciado, que dibujaba el pensamiento en palabras. La palabra escrita es una forma de expresión que cobraba sentido. Había un respeto y se honraba a quienes escribían, porque iban ocupando un lugar predominante. Se llenaban las plazas de escritores, y se llenaban aún más de lectores y de escuchas.

La palabra escrita y la oralidad convocaban, aunaban, reunían a las personas; escribir era un arte, leer era una forma de acceder al conocimiento; se escribía, se inventaba, se investigaba, se construía; todo ello a partir de la curiosidad, el compromiso por aportar a nuevos significados, nuevas posturas, nuevas miradas de ese mundo imaginario o real que les circundaba. Se escribía sobre religión, filosofía, ciencia, literatura, teatro, entre otros. Era la imaginación, la creatividad, que se colaba y se iba transformando, en ideologías, en pensamiento y así era como aparecían grandes clásicos de la historia.

En todo esto es importante señalar, que las mujeres escribían, siempre escribían, y lo hacían con seudónimos, como Sulpicia, quien utilizó un nombre masculino pero sus textos, aunque aparecen, no están todos. En la antigüedad, a las mujeres se les prohibía escribir, eran consideradas personas de segunda categoría y por lo tanto no podían acceder a cargos públicos, ni participar en política. Las romanas, por ejemplo, no tenían medios para difundir sus obras, no se tomaba en consideración lo que escribían las mujeres, por parte de quienes valoraban si un libro merecía pasar a la posteridad.

Pese a esta situación, Irene Vallejo, desde su propia mirada, nos ilustra que las mujeres siempre han sido tejedoras de relatos, que han devanado historias al igual que lo hacían cuando manejaban el telar. Se habla de la tela de Penélope, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna. Todas ellas bordando un discurso, una idea, un pensamiento, una mirada. Todas ellas, con otras mujeres, desde la antigüedad, han estado tejiendo y destejiendo, cosiendo, hilvanando, zurciendo la palabra, inventado, creando, narrando cuentos e historias.

Por eso Irene en su libro, nos dice “Escribo porque no se coser, ni hacer punto; nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Cuento mis fantasías ovilladas con sueños y recuerdos… Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz”.

Los libros son así, aparecen entre los estantes de las librerías o de las bibliotecas, llega alguien, lo toma, le da vida cuando abre sus páginas, cuando se adentra en la lectura, el libro tiene voz, memoria, ritmo, llena espacios. Algunos mueren, otros se quedan, deambulan en los sueños, en los recuerdos; en algunos la duda, el asombro, la extrañeza; y como dice Irene: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.

Irene Vallejo, nos ofrece en su obra, un trabajo delicado, impecable, limpio sobre el origen del libro. Ella toma la palabra escrita le da forma, sentido, la sustenta, la viste de metáforas, de imágenes, símbolos, Y con todo esto logra hacer una maravillosa comparación entre la antigüedad y la vida moderna, y lo hace zurciendo y tejiendo de manera cuidadosa una gramática de la palabra. Documentar la historia del libro, requiere de tiempo, de investigación, de análisis, de indagaciones. Consideramos que este es un gran aporte de una escritora convencida del papel y función del libro como medio de conocimiento y divulgación para la humanidad.

Maria Isabel Martínez Garzón